Lo más duro de todo fue el adiós, más que nada porque no hubo ningún adiós.
Con ese cambio de sentimientos que le caracteriza, una mañana me llamó. Lloraba y no sabía por qué.
Lo único que pudo decir fue un "lo siento" casi imperceptible.
Sentía que lo estaba perdiendo y no podía hacer nada para remediarlo.
Busqué en cada rincón de la ciudad pero no encontré más que desesperación.
Le llamaba y no cogía el teléfono. Realmente, yo ya sabía qué le pasaba. Tenía miedo. Miedo de no ser aceptado. Y ese miedo le separaba de mi. No podía permitirlo. Después de estar buscando durante tres horas por toda la ciudad y movilizar a todo el mundo, salí corriendo sin dirección alguna, y allí sentado debajo del puente, escondido, vi a aquel chico, que un día quise como un hermano y que ahora a mis ojos era un extraño.
No hay comentarios:
Publicar un comentario