domingo, 8 de julio de 2012

No estáis solas2.

Entonces le pegó un empujón y allí se quedó, tirada en el suelo como si fuese una colilla usada. Apenas inclinó la cabeza con la boca ensangrentada y los ojos hinchados para pronunciar un "te quiero" que salió de sus labios acompañado de una sonrisa rota. Y él siquiera sintió compasión al darle la siguiente patada, y otra, y otra más. No se cansaba. Estaba tan ciego que tan solo la veía como un juguete que se había roto y que ya no podía utilizar más. ¡Y vaya juguete! Un juguete precioso pero extremadamente frágil, como un osito de peluche. Ella lo único que quería era abrazarle y repetirle un millón de veces lo que le necesitaba, pero él... lo único que quería era... era... ¡qué demonios! Él nunca supo querer nada ni a nadie. Ni si quiera supo querer a su propio hijo que observaba desde un rincón de la habitación como su padre le propinaba tal "castigo" a su madre. Nunca supe qué fue de aquel hombre desde ese mismo día. Ese mismo día en el que su juguete roto, su osito de peluche abandonado se levantó de aquel suelo rasposo que tanto conocía y le paró la mano a aquel ser despreciable. Sabía que ella era más fuerte que él, y en el fondo lo sabía él también. Él tenía músculos, inteligencia y odio, muchísimo odio. Pero, ¿qué es el odio enfrentado con el amor? Nada. Absolutamente nada. Y es que ella era capaz de querer y él no. Eso jamás se lo quitaría nadie. Ni siquiera él. Y, ¿sabes qué hizo? Le miró fijamente a los ojos y le cogió la mano para conducirle hacia la puerta con un gesto de una absoluta ternura. Y cuando cruzó el marco de la puerta, la cerró. El juguete se repararía para no volver a serlo. Ya nadie podría frenar su infinito amor. Nadie.

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Dulce locura.

Dulce locura.